Cosas del Domingo

Historia inicial y razón de ser del blog, publicada en 10 partes entre el 26 de marzo y el 26 de abril de 2008. Cada entrada está escrita por una de las autoras, en ocasiones con alguna colaboración de las otras. Debido a ciertos malentendidos, no me termino de fiar de la distribución capítulo/autora, por lo que pondré los nombres al inicio en lugar de hacerlo en cada capítulo: Erebyel, Natsuki y yo, Araxis.

Actualización (10 de febrero de 2015).
Tras repasar los largos 10 capítulos de la historia para corregir pequeños errores e inconsistencias (básicamente, algunas tildes mal colocadas y tiempos verbales erróneos), creo haber detectado que míos sólo hay dos capítulos, el 4 y el 9, a juzgar por el modo en que están escritos.
Claro que podría equivocarme.

Capítulo 1. ¿Cómo comprar el pan?

Te despiertas a las seis y media de la mañana, un domingo. El maldito despertador suena repetidamente y lo maldices por ello.
Después de hacer callar al despertador unas 10 veces (en realidad son menos pero como se está irritado, lo parece), te levantas mientras las sábanas se resisten a quedarse encima de la cama y se levantan contigo, pero por culpa de la maldita gravedad: ahora empiezas a odiar a Newton por haberla descubierto; empiezas a sentir frío pero de tu cabeza se va la idea de volverte a meter en la cama, ¡tendrías que recoger las sábanas del suelo y seguro que ya no calentarían igual!. Aún sin estar del todo despierto, te diriges al baño. Meas mientras miras la ducha, como si te molestase que estuviese allí, pero acabas por comprender que no puede marcharse así que desvías tu atención al vacío. Cuando terminas de mear, realmente ya habías terminado hace rato pero te habías quedado allí plantado como una estatua, decides darte un baño – aunque no lo piensas realmente, es más bien la costumbre autómata de todos los días –. Te duchas, con agua fría porque desde hace semanas el calentador está roto y los de la compañía (que decían “irían al día siguiente” de tu llamada) aún no ha aparecido por allí. Al terminar, un poco más despierto pero no tanto como normalmente, te enrollas la toalla, como en las películas en las que la mujer u hombre sale de la ducha y se ve apurado porque están llamando a la puerta. En definitiva, sales del baño sin haberte secado realmente y vas dejando las huellas de agua de tus pies por todo el camino.
Te metes en la cocina y te asqueas: una pila de cosas sucias empieza a criar telarañas en el fregadero, pero si no lo hiciste en su momento ahora no vas a ponerte a fregar los platos, ya lo harás cuando tengas tiempo. Esto lleva a plantearte empezar a usar platos y cubiertos de usar y tirar, pero luego recuerdas a esos pesados ecologistas, a los que maldices por ser tan remilgados y estar tocando siempre los huevos.
Preparas el tazón, la leche, el café (recalentado de varios días, pero aún así lleva trabajo: meterlo en el microondas, preparar el programa y sacarlo) y demás cosas que desayunas, pero cuando abres la bolsa donde debería estar el pan: no hay nada, no tienes pan: ¡Precisamente lo que más deseabas del desayuno! (tal vez precisamente porque no lo tienes). Decides que no desayunas sin pan, así que te propones ir a buscarlo. Ya son las siete y cuarto de la mañana.
Vas a tu habitación, miras la cama con melancolía y al despertador con odio, como si acabase de matar a la más bella mujer que haya pasado por tu cama y que para colmo te haya elegido como amante porque su vejete marido no tiene la capacidad suficiente para hacerla disfrutar y aunque físicamente no eres agraciado, tienes la capacidad de usar tu p… de tal manera que la hace volverse loca (aunque tampoco tiene un tamaño exagerado).
Vas al armario, descubres que está vacío y que toda la ropa está para lavar (esto último lo deduces ya que el armario está vacío). Maldices a tu sueldo, y luego a tu jefe por no haberte dado el ascenso después de habértelo currado (se lo dio a la compañera que llevaba apenas un mes trabajando por lo que dedujiste que se la había tirado), ya que apenas te da para comer, ya que no es (o no eres) capaz de estirarlo lo suficiente para pagar a una asistenta.
Sin pudor, pues es domingo y no es día para hacer la colada ni poner la secadora (además no tienes tiempo de ello), coges la ropa del cesto de la ropa sucia. Buscas alguna camisa pasable, ninguna, pero hay una que sólo tiene una mancha que no se nota (o eso te parece), lo mismo haces con el pantalón. Te los pones.
Ya pasan de las siete y media cuando coges la llave de la casa y tu cartera. Sales de casa intentando esquivar a la vecina, que es muy pesada, la típica vieja a la que sólo la visita la familia en navidad. Por una vez tienes suerte y no te la encuentras, lo que hace que no pierdas media hora más intentando explicarle que tienes prisa. Sales del edificio.
No hay un alma en la calle, pero no te fijas en eso, ¡Tú quieres tu barra de pan!- Cruzas la calle y giras a la derecha. Te plantas delante de la panadería y te quedas de piedra: ¡ESTÁ CERRADA! No te fijas en el cartelito que cuelga del cristal (¡qué falta hace!): “Cerrado por luto” y maldices al panadero y a su mujer por ser tan desconsiderados contigo, por ser tan vagos y no abrir su negocio justo hoy, ¡que te apetecía pan!
Te giras con brusquedad y descubres el bar de en frente, el de toda la vida, que está abierto. Entras, y ya resignado, pides un café (recordando el tuyo, precalentado) con un bocadillo de picadillo, precalentado por supuesto, de desayuno. Lentamente te lo terminas. Y dispuesto a marcharte sacas la cartera y la abres… no puedes creértelo: está vacía.
Intentas disimular los nervios que te han entrado de repente, sudas frío, pero no puedes. Aún así intentas aparentar seguridad mientras te acercas a la barra. El camarero, parece el nuevo contrato temporal del empresario que dirige el bar por el que no se ha pasado en su vida, que no te conoce, te mira venir y deja de secar el vaso, que parece su única función allí – a parte de cobrar –.
Te dice cuanto debes, y con una forzada sonrisa le explicas tu situación, su cara en ese entonces parece comprensiva pero una vez acabas: frunce el ceño… y vuelve a mover el trapo secando el vaso más que seco. Tus nervios son completamente visibles, no paras de temblar, mientras que el camarero no aparta la mirada de ti.
Sin previo aviso, es decir, sin inmutarse ni moverse un ápice para prepararte del probable sobresalto, grita llamando al encargado. Al comprender esto último, suspiras aliviado ya que es el amigo del tío que tiene como sobrino al compañero de trabajo de tu padre, que ya se había jubilado.
Lo ves salir de la trastienda mientras se limpia las manos de un líquido color amarillo y pringoso, posiblemente aceite rancio con el que hace las patatas o papas, según de donde seas. Mira a su nuevo ayudante y luego repara en ti, sonríe y te pregunta por toda tu familia, incluido el perro que tenías de pequeño y que murió atropellado por el camión de la basura hace ya más de 15 años. Con ello consigues relajarte un poco (aunque el recuerdo del perro de tu infancia hace que te deprimas), pierdes media hora en contarle lo que sabes sobre la vida de tus familiares (como si fuera el interrogatorio de un policía), por lo que entre el desayuno y todo ya son las ocho y media. Al final, consigues explicarle, volviendo a tener un poco de pudor, lo que te ha pasado (que posiblemente no sea la última vez que te pase).
El tío, que no sabe nada de caridad moral y cristiana – lo más probable es que nunca diera religión –, te mira de hito a hito inexpresivo. Tragas. Sigue mirándote y tú sin poder adivinar en qué está pensando (jode cuando estás en un aprieto y te sale un tío o tía de este tipo). Vuelves a tragar, te falta poco para cagarte encima.
Entonces, tras una carcajada, suelta una amorfa burla sobre tu persona, no te ofendes pues tu cabeza no está para esas cosas, aunque cuando salgas del bar te acordarás de sus antepasados. Luego te dice que puedes marcharte, que te abrirá una cuenta, porque pareces buen chico. Y piensas “un buen chico, de treinta y tantos, ya estaría encadenado a un matrimonio monótono y aburrido”. Sacas la idea de la cabeza (pues ello desembocaría en que tendrías a alguien para hacer la colada y limpiar los platos y que tampoco estaría tan mal la situación) y ya, fuera del susto inicial y tras haber dado las gracias, sales de allí y vuelves a tu casa deseando que el resto del día sea tranquilo.

Capítulo 2. ¿Cómo terminar una conversación con tu madre en menos de 10 minutos?

Después del mal trago en el bar, subes a tu micropiso de 30 metros cuadrados. En la puerta coges las llaves del bolsillo izquierdo del pantalón, después, por supuesto, de haber mirado en el derecho y en los traseros. Buscas la llave correcta, de las cuatro que tienes: escoges la correcta, pero como se ha quedado medio trabada no ha abierto y pruebas las otras tres antes de volver a probar con la buena, que ahora abre perfectamente.
Entras en tu casa y te diriges al salón, lleno de periódicos que están allí desde toda tu estancia en tú piso, que aún no es tuyo, todavía es del banco (aproximadamente hasta que medio siglo después termines de pagarlo) y probablemente se derrumbará justo después del último pago, y tú te quedarás gélido porque pensabas contratar un seguro al día siguiente del suceso.
Tiras al suelo, donde se reúne con sus antiguas ediciones, los últimos periódicos que has comprado y que mezclan sus páginas unos con otros encima del sofá. Debajo de éstos puedes descubrir que tu asiento particular no era blanco con letras y fotografías sino completamente negro (aunque cuando lo compraste era de un rojo carmín).
Como si fuera una piscina y se te fuera la vida en ello, te lanzas sobre él. Te acomodas posteriormente y miras un segundo al televisor apagado, buscas el mando y te horrorizas. ¡No está! No está al alcance de tu mano, ni al alcance de tu vista.
Recuerdas entonces que lo llevaste a tu cuarto para encender tu otro televisor, la noche del viernes: aquella en la que saliste con los amigos de juerga, tomaste tanta cerveza y luego fuisteis a un prostíbulo, donde como no os llegaba la pasta juntasteis el dinero para compartirla – en definitiva una experiencia extrañísima –(pero no nos desviemos que hablamos del domingo). Al llegar a casa, te lo llevaste al cuarto con la idea de devolvérselo a la gran majestuosidad del salón: un televisor de plasma de 50 pulgadas con Full HD, TDT integrado y 3 HDMI, que te costó el sueldo de un año así que incrementaste tu hipoteca por dos años más. El hecho es que el televisor de tu habitación, que sólo enciendes por pena, perdió su mando hacía años y usas el de la Tele buena para encenderlo, PERO dicho SúperMando se ha quedado en tu habitación, posiblemente en el suelo debajo de la cama.
Como no tienes ganas de levantarte del comodísimo sofá, empieza a pasar por tu cabeza una idea que se podría decir “de locos”: leer un periódico (aunque sea atrasado). En realidad lo has hecho el domingo pasado también, que estabas en la misma situación, pero no te acuerdas. Cuando alcanzas con la mano (sin mirar para que sea más interesante el resultado) uno de los periódicos del suelo, empieza a sonar, rompiendo el silencio (que normalmente no tienes, pero ésta vez se te ha olvidado encender la mini cadena, como todos los domingos), el maldito teléfono, que en realidad nunca usas y no sabes muy bien para que lo tienes ya que siempre utilizas el móvil 3G de nueva generación que conseguiste cambiándolo por los puntos.
Te levantas, dejando caer de nuevo el periódico, y vas hacia el teléfono como un zombie en busca de cerebros. En el trayecto, que no te das mucha prisa, lo dejas sonar: una, dos, tres, cuatro,… a la quinta lo coges porque sabes que a la sexta salta el buzón y no quieres que se enfaden contigo.
Al oír esa voz al otro lado, pues tu teléfono tiene tanto polvo encima que la pantallita del chivato no se ve, te arrepientes de haberte levantado del sofá, de haber recorrido todo el pasillo de tu casa, que a ti te parece como recorrer un palacio de un extremo a otro; incluso te jode haber gastado la energía que has gastado en levantar el auricular del polvoriento teléfono.
¿Puedes imaginarte ya quién es? Pues sí, como todos los domingos, a las nueve y cinco, tu madre, que hace años vive en un pueblo donde cría animales para comérselos después (¿no les coge cariño? ¿o es por eso que se los come? – nunca llegarás a entenderlo–). ¡Ah! ¡Con lo fácil que es ir a la carnicería!
Cuando eras más joven, cuando dependías de ella para no morirte en cualquier rincón, vivía en la ciudad, con el que supuestamente era tu padre (aunque nunca estuviste muy seguro de ello por culpa de las clases de biología en las que daban genética). Tu padre había muerto (dicen que de muerte natural, tú eso también lo dudas) y, tu madre, con la escusa de no poder vivir en la casa donde te habías criado, ¡Va y la vende!; ¡Cuando tú ya habías hecho planes de meterla en un asilo y quedarte allí, reformar la casa y buscarte novia. Pero no, tuvo que fastidiarte el plan (como todos los padres que parecen querer tocarle los huevos a sus hijos), además, antes de irse al pueblo y comprarse una bonita casa, tiñó toda tu ropa de negro para que guardaras el luto a tu padre – eso sí, lo hizo cuatro meses después de su muerte y dos días antes de decirte que se iba a su pueblo natal y que tú, QUE TÚUU debías recoger tus cosas y buscarte un piso porque había vendido ese.
A lo que íbamos, te irritas al oírla, la odias (aunque nunca lo reconocerás porque después de todo… es tu madre) , pero no dices nada con respecto a su nuevo acento adquirido. Pero no preguntas nada en absoluto. RECALCO, en NINGÚN momento DEBES PREGUNTAR TÚ, repito NO LE PREGUNTES NADA; ¿por qué? Porque corres el riesgo de estar pegado al teléfono más de dos o tres horas, y eso no te conviene: debes volver a tu sofá a no hacer nada.
De hecho, la forma de ventilarse más rápido a tu madre, cuando tienes mejores cosas que hacer (siempre hay algo mejor que hacer), es sólo escuchar, parecer, o mejor, sonar apático, y si tienes que responder a algo, que no sean más de cinco palabras seguidas. Eso sí, tu querida mamá intentará mantenerte más tiempo al auricular así que si empieza a marujear contigo: ¡DILE QUE NECESITAS IR AL BAÑO! Que tienes cólicos y no aguantas más, intentará darte algún tipo de consejo, pero tú te disculpas, pareciendo apurado y cuelgas repentinamente: no se molestará contigo y por lo tanto cuando se muera te dejará en herencia la cutre casa del pueblo que tú rápidamente venderás.
Suspiras y vuelves al sofá, eso sí, antes pasas por tu cuarto y ni te acuerdas de que tienes la ropa sucia aun teniendo el armario abierto y delante de tus narices. Recoges el mando y te marchas al televisor.
Como debe de ser, después de acostarte nuevamente en el sofá, ya con el mando en tu poder, enciendes el televisor. No pasan ni cinco segundos antes de que se vaya la luz. Maldices y te levantas, pareces haber olvidado la pereza y te asomas al balcón y ves a un grupo de electricistas “jugando” con los cables. Les gritas. Ellos te dicen que es que hay que arreglar no se qué y tú, cabreadísimo y aunque no puedes hacer nada, vuelves a entrar y tropiezas con todo a tu alrededor.
¡Vaya día de perros! ¿Ahora qué puedo hacer? Te preguntarás.

Capítulo 3. ¿Cómo hacer la comida sin tener nada en la nevera?

Te has quedado dormido, como siempre, en el sofá con la tele encendida. Por un casual ves la propaganda de una película que tal vez esa tarde te apetezca ver, pero aún son las doce, y lo sabes porque el reloj que te ha despertado es el de la vecina que suena en todo el edificio.
Tardas una media hora en levantarte de allí, pues en realidad no te parece que pueda haber otra cosa más interesante que hacer un domingo. Bostezas… a los cinco minutos vuelves a bostezar y entonces te convences de que has de levantarte, pues no tienes a nadie que te haga de comer: en estos momentos extrañas a tu madre, que aunque su comida sabía a mierda, no tenías que molestarte en hacer algo tú.
Consternado, te levantas del sofá y casi te resbalas al intentar levantarte, pues has pisado un trozo de suelo junto con una revista que como las hacen de un papel plastificado es fácil que eso ocurra en un suelo tan lleno de mierda como el tuyo. Vuelves a meterte en la cocina y ves, como el recuerdo de un desayuno olvidado, tu taza de café recalentado, aquella que debieras haberte tomado con el pan, que al final no pudiste conseguir.
Piensas que ese podría ser un buen almuerzo, pero te paras a pensar que entonces deberías volver a recalentarlo y era mucho trabajo para tan poca cosa. Así que abres la nevera y descubres que sólo te queda un bol lleno de lechuga que parece tener vida propia. Piensas en tirarlo, pero el hecho de llevarlo hasta la papelera, vaciarlo y luego poner el bol en la inmensa montaña de platos y telaraña es mucho más de lo que puedes hacer.
Al no ver nada, decides mirar en el congelador, tal vez haya algo que sólo debas calentar. Sólo tienes masas de pizza que te trajo tu madre hace un año, y que si miras la fecha de caducidad, tal vez descubras que llevan caducadas más de medio año. Ni las tocas, ¿¡Para qué!?.
Al no ver nada comestible (excepto el café recalentado que no te tomarás) decides que vas a llamar a Telepizza para pedir una hamburguesa, ¡No hombre! ¡Claro! ¡PIDES UNA PIZZA!.
Ahora te toca recordar dónde has dejado el número de la famosa empresa que trae pizzas a domicilio. Lo encuentras en las páginas amarillas que dejaron la semana pasada delante de tu puerta, como si el repartidor de las guías fuera Papá Noel, o Santa Claus (cada uno lo llama como quiera) y tu puerta fuera algo así como un árbol de plástico que todos los años ve la luz durante tres semanas y tiene que aguantar, para colmo, mierdecitas que le pones para que sea “más bonito y navideño”.
Buscas el número, tras intentar descifrar cómo es que añaden las cosas los tíos que hacen estas guías, coges ese teléfono, que en realidad ésta es la primera vez que vas a usar en todo el mes, y eso que estamos a finales.
Llamas.
Vuelves a llamar después de que no te contesten.
Esta vez si te lo cogen y una voz, que parece cansada de estar allí todo el santo día haciendo lo mismo (pero para eso le pagan, ¿no?) te pregunta que qué deseas. Tú, que en realidad te da un poco igual, le contestas que una pizza.
Ella, tal vez porque sus jefes les han dicho que hay que maltratar a los clientes y mantenerlos en los auriculares más de lo necesario, te pregunta de qué la quieres. Tras pensarlo, no más de cinco segundos, le dices que una de pepperoni.
La mujer, porque en este caso es una mujer (lógico cuando aludí a “ella” en el párrafo anterior), te detalla todos los ingredientes de la pizza que acabas de pedir, le dices que es correcto. Ella vuelve a hacerlo para asegurarse y luego te pregunta que si quieres quitarle algún ingrediente. No. Insiste. No.
Cuando parece que ya ha captado que quieres una pepperoni, te pregunta nuevamente si deseas añadirle algún otro ingrediente a tu pizza. Le dices que no. ¿Seguro?. Sí.
¡Por fin has pedido tu pizza! O eso es lo que tú crees, pues ella aún no ha terminado.
Te pregunta ahora, por el tamaño de la pizza. Tú que ahora piensas en ser previsor, la pides tamaño familiar para tener cena. Ella parece apuntarlo, pero vuelve a preguntártelo (por si las moscas). ¡Sí! Quiero una familiar.
Ya… pues no, ahora falta el tipo de salsa para la pizza. A ti, que todas te saben iguales, te da lo mismo así que le dices “la más barata”. Error. La mujer, que parece un poco pesada y sorda, te empieza a decir el nombre de toda salsa existente y sus precios. Tú, con paciencia espera a que termine para decirle la última que diga, dándote igual su precio, sólo para que se calle. Como en todo lo anterior, ella te vuelve a repetir lo que has pedido. Tú se lo confirmas ya aburrido del tema, tal vez deberías haber ido a pedir comida a un chino.
Lo siguiente es el tipo de masa. Aquí simplemente le dices: ¡la más fina y barata que haya, me da lo mismo!. La mujer, notando tu irritabilidad, te pide calma y te dice una que a ella le parece la mejor y te pregunta si estás de acuerdo. ¡¡¡SÍ!!!.
Silencio.
De repente, la mujer vuelve a repetirte todo lo que lleva la pizza más tus elecciones, seguido de su precio. ¿Le parece bien?. Sí. En media hora la tendrá en su casa, ¿me dice la dirección?
Tú, en este momento, se la das… ¡hasta con el código postal!. Ella la apunta y vuelve a repetírtela por si hay algún fallo. Tú dices que no. Y tras daros las gracias mutuamente (tú se las das porque te enseñaron a dárselas a todo el mundo de pequeño), cuelgas.
Tras media hora llaman al timbre, estás hambriento y abres corriendo, tienes el dinero sudado en la mano, porque en realidad no ha pasado media hora, sino hora y media. Abres la puerta a un tío con más granos en la cara que dudas de su procedencia humana. Te entrega la pizza y te pide el dinero. Tú no tenías suelto, así que le das un bonito billete de cincuenta euros. Él te lo devuelve tódo (no es una falta de ortografía deliberada, es para recalcar la fuerza de esa “o”), pero todo ¿eh?, en monedas de 50 céntimos, y el pedido valía 25 euros, así que calcula.Tras intentar guardar en el cenicero todas las moneditas, pones la pizza en la mesa y la abres. No parece estar mal, pero te das cuenta que no es una pepperoni, sino una cuatro quesos. Te enfadas, no porque te trajeran una cuatro quesos, sino por todo el santo rollo de la mujer que te atendió para que luego, el repartidor se equivocara de pizza. ¡Da igual! Es tarde, y quieres tumbarte a ver aquella peli que viste anunciada así que, sin darle más vueltas, te la zampas.

Capítulo 4. ¿Qué hacer cuando se va la luz y quieres ver la tele?

Tumbado en el sofá ves que la película que quieres ver va a empezar dentro de un momento. Haces el gran esfuerzo de levantarte para ir a mear porque siempre te entran ganas en el momento en el que empieza la película y no es cuestión. Vuelves del baño, te sientas de nuevo en el sofá y, justo cuando va a empezar, la televisión se apaga. Asustado te levantas de un salto y compruebas que no te sentaste encima del mando de la televisión como te ocurrió en otras ocasiones. No, no está debajo de tu culo, sino en tu mano derecha. Entonces vas deprisa hacia la tele para comprobar que no se ha desenchufado por sí sola (parece una tontería, pero es algo que ocurre con demasiada frecuencia justo en el momento en el que van a decir algo que realmente no es importante pero que a ti te parece que puede serlo precisamente porque no lo has oído). Te extrañas de lo que ha ocurrido porque es algo que no tiene explicación. Entonces ves que la luz roja que indica que la tele está encendida y lista para que uses el mando a distancia está apagada. Le das al botón para comprobar que no se va a encender, porque ya sabes qué ha ocurrido. Como tú sigues queriendo ver la película (en realidad te daba igual, pero como no la puedes ver ahora sí que tienes ganas de hacerlo) vas hasta la pared y presionas el interruptor de la luz. No se enciende. Entonces vuelves a tu sofá y te jodes porque sabes que se ha ido la luz pero no sabes que puedes hacer para remediarlo. Mientras piensas en si tu pereza te permitiría ir a casa de alguien (a ser posible que viva cerca, tenga tele y no se les haya ido la luz) como un milagro la tele se enciende. Coges el mando para poner el canal en el que ya debe de haber empezado la dichosa película de las narices y entonces ves que la televisión no responde al mando. Deben de ser las pilas. Odiando tener que moverte pero decidido a ver la película (aunque ni siquiera recuerdas de qué diablos trata) te levantas y buscas unas pilas que valgan para el mando a distancia. Las encuentras y las pones, pero tampoco funcionan. Entonces recuerdas que las pusiste ahí porque estaban gastadas y no te apetecía salir a la calle a tirarlas a un sitio de esos donde se supone que las reciclan. Vuelves a levantarte del sofá (parece que hoy no vas a poder estarte ahí tirado durante mucho rato seguido), coges el dinero y sales a la calle. Bajas a los chinos y compras las puñeteras pilas. Subes a casa y las pones en el mando, que ahora sí que funciona. Pero entonces te percatas de que la película que en teoría ya había empezado ha sido sustituida por un programa especial de esos que hacen cuando muere alguien y pagan a gente para que diga que no era un santo como creen todos sino que era el mismísimo diablo y luego acaban todos insultándose y liándose a puñetazos. Así que cambias de canal y pones un programa de lucha, que aunque sabes que está amañado al menos parece real, no como el programa por el que cambiaron la película.

Capítulo 5. ¿Cómo apañarse sin agua?

Después de estar un buen rato tirado en el sofá con las piernas levantadas sobre el reposabrazos como si de una mujer a punto de parir se tratase, escuchas un infernal ruido proveniente del espacio infinito según tú, en un principio crees que después de tus desesperados intentos de hablar con los ovnis por fin te responden, con cara de incertidumbre y poniendo mucha atención te das cuenta que es el tono de tu móvil que según a ti te parecía el día que ibas pedo, sonaba como el canto de los ángelesdespués de buscarlo desesperadamente antes de que cuelguen porque no tienes saldo para devolver la llamada, puesto que el día anterior llamaste a una línea erótica con esperanzas de saciar tus necesidades, lo encuentras debajo del sofá metido en un calcetín que es descendiente de la familia del queso "Queso de Cabrales", por el mal olor que desprendedespués de pensar con cual tecla se responde puesto que no hay marca alguna que las diferencie por el mal estado del aparato, consigues acertar, con voz de pocas ganas y de mareo por el mal olor, suena la voz de un camionero vendiendo en un mercadillo de barrio, al reconocer tan terrorífica voz, y un vocabulario que parece no haber ido al colegio en su vida, consigues descifrar que te recojerá en media hora para salir a dar una vuelta en definitiva andar dos metros y meteros en un bar. Sin ganas de mantener una conversión porque el olor ya te está produciendo náuseas respondes con un sí a la invitaciónDespués de descolgar el teléfono lo dejas en la estantería para acordarte de recogerlo al salir, al levantar el brazo, un olorcillo similar al vertedero municipal se cuela por tus cavidades nasales, en un principio crees que proviene de la calle, miras pero huele a primavera fresca, miras por la casa pero nada, ese olor te sigue por donde vas, y con un movimiento parecido a un bailarín de danza levantas el brazo con un arte y metes la cabeza entre tus sobacos, como en la escena de el "baile de los cisnes", con una cara de asco y una mueca en la cara como si ese olor no fuese el tuyo propio decides ir a ducharte, te quitas la poca ropa que llevas "los calzones" y te metes en la ducha de un metro cuadrado, pero maldices el día en que naciste porque justamente hoy que te quieres duchar después de años, no hay agua , con cara de sufrimiento te pones la toalla de mano como taparrabos y te asomas a la ventana, pero exactamente hoy están los de Canal Isabel IIhaciendo obras, con cabreo reprochas a los obreros que podían haber puesto un aviso, pero la vecina del quinto que está a todo te responde como si le hubieses preguntado a ella, que el cartel lleva dos semanas colgado, y encima te aconseja leer, luego recuerdas que fue ese cartel el que arrancaste para quitarte una caca de perro que habías pisado. Desesperado vas por toda la casa en busca  de agua embotellada o algo de colonia para quitarte ese olor de pudrimiento que te sigue allí donde vas, pero solo encuentras toallitas desmaquilladoras de la señorita que vino a sacarte un pastón por media hora. Resignado sacas una y te limpias un sobaco pero es insuficiente, al final gastas seis en un sobaco luego terminas con el otro, después de un rato frotándote con ganas comienza a disimular el olor, te vas a poner con los pies pero no quedan toallitas, desesperado buscas por todos los rincones de la casa y lo único que encuentras es agua oxigenada, sin pensarlo una vez (por qué decir dos) te pones manos a la obra te pasas los pies, te afeitas con el mismo agua y te lavas un poco la cabeza, orgulloso de haberte apañado, te miras en el espejo y con tristeza te quitas tu primera cana (según tú), puesto que son los primeros efectos del agua oxigenada, te vas a la cesta de la ropa sucia a ver si hay algo que esté sucio pero no se note, finalmente te decides por unos pantalones de pana (a pesar de estar en julio) que solo tenían una mancha de ketchup en la rodilla de 25 cm de diámetro, que crees que nadie verá y para arreglar un poco las cosas haces otra mancha en la otra rodilla para que tengan similitud y una camisa de cuadros con olor a oso.

Capítulo 6. ¿Qué hacer cuando un amigo te estropea la última relación que te queda con el sexo opuesto?

Tocan a la puerta de tu casa, piensas que sabes quién es. Abres la puerta con gesto de suficiencia y le sueltas alguna obscenidad, cuando te das cuenta de quién es, ya es demasiado tarde. La hija de tu vecina, que tiene unos cuantos años menos que tú y que aún parece una adolescente (es decir, no lo es), se queda sorprendida, mirándote con los ojos abiertos.
Acabas de cagarla. Todos tus intentos por parecer un buen partido para ella. Porque todas las noches piensas en ella y haces lo que todos los tíos hacen cuando se imaginan a una tía haciendo cosas tachadas de tabú. Intentas arreglarlo, pero en vez de disculparte, cosa que ayudaría muchísimo, empiezas una conversación tartamudeante sobre un amigo estúpido. Vamos, ella no te entiende.
Un ojo que fuese muy tenaz se hubiese dado cuenta del retroceso sucesivo de ella. Cada palabra la aleja más de ti, pero tú te acercas, claro que no te das cuenta.
Entonces por el rabillo del ojo ves como tu “querido” amigo se acerca a ti. Dejas de explicarte porque sabes que a partir de ahora te odiará de por vida. Sin duda.
Tu “amigo” al ver a la chica, la saluda como a todas: tocándole el trasero (miradlo por el lado bueno chicas: al menos no os ha tocado las tetas o dado un morreo). Ella se gira, aprensiva. Bajas la cabeza, derrotado. Ella se marcha.
El tío te habla pero tu no le escuchas, solo ves a tu vecina alejándose de ti a pasos agigantados. Le pegas un puñetazo sin pensarlo, claro que él siempre ha sido más fuerte que tú. No lo tenías en cuenta así que por ello te llevas una buena tunda.
“Como iba diciendo…” sigue el tío que está delante de ti como si no acabase de darte una paliza. Realmente no puedes recordar como lo habías conocido. Pero ya da igual, llevas más de cinco años intentando que te deje en paz, pero al parecer ignora tus directas sobre el tema.
Acabas invitándole a entrar, tampoco quieres arriesgarte a que tus vecinos te expulsen por tener tal… cosa en tu rellano. El tío, que parece no haberse bañado en años, mira a su alrededor (tu casa ya hemos recalcado que está hecha una mierda) y te suelta “¡A ver si puedes ser más limpio!” … ¡¡¡PERO SI TÚ LLEVAS UNA PESTE ENCIMA QUE NI LAS MOSCAS PUEDEN CONTIGO!!! Dices para tu interior, el decirlo puede traerte problemas, y ahora no puedes pedir ayuda. Te encojes de hombros y acabas por coger las llaves de tu casa y la cartera vacía.
Intentas recordar que debes sacar dinero, pues el innombrable que tienes dentro de casa siempre consigue que pagues tú.
Salís de copas, a las cinco de la tarde.
Llega el momento de pagar, y te das cuenta que no has sacado el dinero que antes de salir recalcaste a tu cabeza que debía recordar en sacar. Sufres de nuevo, porque el local es nuevo y no admite cuenta a clientes, debes pagarlo en el momento.
Tu querido amigo, se imaginará el personal que lo uso en tono sarcástico a estas alturas, se levanta y escupe al suelo (no intentas reprochárselo, pues podrías acabar en el hospital), miras al camarero que presuroso viene a deciros lo que debéis pagar, suspiras resignado: ésta vez no te salvas de limpiar los platos.
Para tu sorpresa tu amigo lo intercepta y saca su billetera (que nunca la habías visto pero parecía que más de mil camiones le habían pasado por encima después de viajar por el mar, sin transporte desde Oceanía a la costa española). Le da una cantidad de dinero, y mientras espera la vuelta se gira y te mira.
Sonríe mientras te suelta que ha encontrado un trabajo muy bien pagado, y que apenas tiene que hacer nada. Que quería celebrarlo pagando, sólo esta vez, las consumiciones.
En cierto modo te alivias: ¡no tendrás que lavar los platos! Aunque ya podría no ser tan cara dura. Pero por lo de siempre, te callas.
Consigues quitártelo de encima pronto, lo que es una novedad, y vuelves a tu casa de nuevo. Antes de llegar pasas por un cajero automático y sacas lo máximo permitido para guardarlo en casa. Y, tal vez por inspiración divina, ves a una china en una esquina vendiendo flores, ¡Estas mujeres, que oportunas son!
Después de sacarte treinta euros por una docena de margaritas (que son las preferidas de tu vecina), vuelves a tu micropiso, feliz porque vas a reconciliarte con la mujer de tus sueños (en realidad la única con la que te relacionas, a parte de las de las revistas).
Subes a tu piso, que es el quinto y tu comunidad no tiene ascensor (bueno sí, pero está roto). Antes de abrir la puerta del 5ºA, tocas en el 5ºZ que está en la otra punta del edificio, pero qué más da.
Esperas.

Esperas.
Cuando piensas que nadie te va a abrir, te abre la madre de esa chica que te habla. Preguntas por ella y la mujer se queda pensativa, se nota que acaba de levantarse de la cama. Te pide un momento y cierra la puerta de la casa. A los diez minutos, o más, se vuelve a abrir y sale la chica, despeinada y con los ojos medios cerrados.
La ves preciosa así, estás enamorado de ella aunque nunca lo reconocerás. Ella te pregunta para qué has ido, aún está enfadada por lo que le dijiste. Le pides mil veces disculpas y le enseñas el ramo de margaritas. Ella lo coge y se dibuja una sonrisa en su rostro. Piensas que se tirará a tu cuello, te abrazará… pues no, te dice que va a dejarlas en agua, que ahora vuelve.
Cinco minutos después consigues volver a hablar con ella. Por ocurrencia divina la invitas al cine, pero ella te pide perdón pero que no puede ir contigo… recalco: no puede ir CONTIGO, porque ha quedado con el novio.
Tú, con la cara de gilipollas que se te queda al saberlo y como si no lo hubieras oído, le preguntas que si tiene novio. Ella te responde que sí.
Te giras para marcharte, sin añadir por supuesto nada más. A mitad del pasillo, te encuentras con un “mueble”. ¿Sabéis lo que es no? pues lo explico por si acaso: son esas personas obsesivas por el aspecto MUSCULAR de su cuerpo, que sólo hacen cuatro cosas: dormir, comer clara de huevo, untarse de mantequilla los músculos e ir al gimnasio unas 23 horas al día (no seáis idiotas, es una exageración).
Pues resulta que tu vecina, que aún estaba en la puerta grita, y deduces por ello que ese armario (otro sinónimo) es su novio. Entonces no puedes imaginar lo que debe ser estar en la cama esos dos: un armario con una hormiguita como es tu vecina: flaca, muuuy flaca (aunque no anoréxica, se ve que es así) y muy bajita.
Quitas la imagen de tu cabeza, simplemente porque es desagradable, y te marchas a casa.
¡Qué asco de día!

Capítulo 7. ¿Cómo conseguir que la chica de la que estás secretamente enamorado se fije en ti?

Entras en casa, con los ánimos por los suelos: saber que la chica con la que soñabas, en secreto, casarte está con otro te ha destrozado el día (te has olvidado de cada desgracia anterior que te pasase). Así que te asomas a la ventana, y miras al bloque de enfrente (normalmente, en estas situaciones miras al horizonte, pero en la ciudad dicho intento resulta nefasto). Al mirar te das cuenta que hay una pareja de recién casados, deben de tener más o menos tu edad, haciendo ejercicio pélvico juntos, eso te deprime muchísimo más lo que hace que mires hacia la calle. Entonces ves cómo “tu chica”, que no lo es (por eso está entre comillas), está sentada en la terraza del bar donde debes aún el café de esa mañana.
Suspiras y piensas en tus posibilidades. Incluso te planteas meterte en un gimnasio para que acabe por dejar a ese puritano cachas (que fijo que usa esteroides) y se fije en tu cuerpo escultural, sólo conseguido a base de esfuerzo.
Te imaginas en plena calle, sólo en calzoncillos, unos muy ajustados, es decir, marcando paquete con un calcetín pues tu cola es ligeramente inferior a la media española – lo que te tiene acomplejado–. A lo que íbamos: estás en plena calle, en calzoncillos (es una ilusión así que posiblemente por ello no causes un escándalo público y no acabes por dormir en comisaría…) y ves cómo un montón de chicas se arremolinan a tu alrededor como si fueras un dios.
Lástima, una paloma se acaba de cagar en tu cabeza y acaba por devolverte a la realidad. Vuelves a mirar a tu futura esposa con el cachas, ahora se están morreando en tus narices. ¡Tendrá cara!
Eso en realidad te deprime muchísimo y sin volverlo a pensar, cosa que hubiese ayudado, decides montar un numerito, o un intento de suicidio que es lo mismo… con el que conseguirás que la chica de tus sueños se quede a tu lado para siempre.
Sales de tu micro piso y te vas a la azotea de tu edificio. No sabes muy bien como cautivar las miradas de allá abajo así que te pones a abanicar el aíre con las manos y a gritar ¡ey! Un buen rato. Cuando parece que cuatro figuritas se han fijado en ti (cosa que no es cierta pues no ves a las otras dos figuras que permanecen en el hueco de la acera (que es invisible a tu vista) con las que están hablando.
Gritas, esta vez ¡que me tiro! ¡Mi vida es un asco! Y ¡Ya no merece la pena vivir si “x” (que quieres, no he puesto nombres en toda la mierda esta, no voy a empezar al final) no está a mi lado!
En tu pose de suicida no has advertido que la chica por la que te vas a suicidar, y que deduces por miles de horas sentado ante bonitas películas americanas y demás cosas estúpidas que nos hacen tragar y tragar basura, ya no está allí; sino que se marchó en lo que tú subías hasta el décimo piso por las escaleras, recuerdo que no tiene ascensor.
Pues tú sigues montando el numerito, hasta que alguien (que resulta ser el macarra de tu “amigo” que iba a pedirte pasta en ese momento) se fija en ti y le quita a uno de los pijos que revolotean por allí el móvil para llamar a todo dios (eso sí, ni bomberos ni leches): a todas las marujas del barrio.
Una, que resulta que es (vamos a darle algo de la esencia del primer capítulo) la tataranieta de la prima tercera de la abuela del pueblo que te hizo un chaleco cuando tenías cinco años y que nunca has visto pero te ha reconocido como tal, es la que acaba por llamar a los bomberos, policía y al hospital para una ambulancia – la pobre no piensa: si te caes de un décimo hay dos opciones: o que tu cabeza se convierta en papilla o que tu cabeza haga lo mismo que una sandía que se cae al suelo (¿lo captas?)–.
Sigues allí subido cual paloma cuando llegan todos los tíos esos que se suponen que van a convencerte de que no lo hagas. Pero ninguno se digna a subir a negociar contigo, te indigna que ni siquiera tu amor lo haga. Por lo que cansado, ya a las diez de la noche, tras estar haciendo el gilipollas - porque otra cosa no - un par de horas allí, decides bajar y decir que vas a intentar seguir viviendo tu vida. Como mucho te enviarán a un psiquiátrico un par de días, piensas.
El hecho es que estás planteándote el bajarte de la cornisa cuando una sacudida al edificio hace que caigas al vacío, en realidad ya nadie le presta atención a tu caída (ni siquiera tú): todos os quedáis mirando al piso del tercero en el que se ha producido una explosión de gas (es curioso porque allí no vivía nadie).
Tienes suerte, porque la onda explosiva te envía hacia el otro bloque de edificios y caes sobre la lona del bar donde trabajaba el familiar ese amigo de tu padre y aunque frena tu caída, no lo hace del todo, y acabas rompiéndola (luego tendrás que pagarla de tu bolsillo por lo que no comerás durante un mes) para acabar en el suelo de la terraza rompiendo un par de sillas y mesas más.
Por puro milagro ni siquiera te quedan rasguños de la caída y te levantas para mirar el trabajo de los bomberos. Nadie se fija en ti, excepto quien debe fijarse para saber a quien reclamarle la reparación de su lona y la reposición de las mesas del bar. Tras unas horas esperando fuera, te dicen que debes ir a un hotel a quedarte, o casa de familiar, porque no puedes volver a tu casa a dormir. Te jode pero empiezas un recorrido fausto, ejem… quiero decir: fatídico por todos los hoteles (medio asequibles) de la zona… pero no adelantemos cosas del siguiente capítulo.

Capítulo 8. ¿Dónde dormir cuando no puedes hacerlo en tu amada cama?

Acabas recorriendo, a la una de la mañana, las calles. Tu ropa parece la de un mendigo y de hecho, parejas que aún hay por la calle paseando (aunque parezca mentira alguna siempre hay) se alejan de ti al aproximarse a tu persona. No te fijas pues tienes el corazón roto y deambulas. Sólo te falta el topicazo de la botella envuelta en una bolsa de papel para ser tú mismo el topicazo del borracho vagabundo.
Encuentras un hotel que parece haber resistido a varios incendios y muchos terremotos; y que el dueño no se ha molestado realmente en reconstruir; consigues llegar al mostrador sin haberte clavado algo en las piernas por el camino (me refiero a agujas abandonadas o algún clavo suelto de la madera putrefacta que aún cubre el suelo).
Hablas con el tétrico personaje que hay detrás de la tabla que divide su espacio de trabajo del lugar donde se pone la clientela. No apoyas las manos sobre el mostrador, piensas que es muy probable que algunas astillas se claven en tu mano y que, ya poniéndote paranoico, una de esas astillas llegue hasta tu torrente sanguíneo justo el día que estás delante del cura, se te clave en un sitio estratégico del corazón y mueras sin siquiera dejar una viuda que te llore.
El chico, que aunque joven el estar allí le ha echado setenta años encima de repente, te da una llave que cuelga de su mustia mano y te pide tres euros por noche (es algo normal cuando el hotel no es capaz ni de acumular -5 estrellas de garantía y eso que creo que el mínimo es 0 estrellas). Decides que aunque sea un hotel tan malo, en realidad no podría esta tan mal: la estructura del edificio aún sigue en pie.
Llegas por la escalera, pues cuando el edificio se construyó no existían ni los primeros proyectos sobre lo que es un ascensor, que hacen un ruido extraño a cada peldaño, e incluso, no sabes como sigues vivo, pues no viste algunos que ya no estaban y estuviste a punto de pisar (¿a que no es lógico que estés a punto de pisar algo que no está? Pero me gusta joder un poquillo al personal con cosas incoherentes). Llegas al segundo piso, que es donde está tu habitación y entras en tu habitación, que sorprendentemente es la única que tiene puerta aunque está abierta (tal vez para disimular la carencia de puertas del resto), lo que te hace pensar que para qué te dan una llave.
Pero bueno, entras a tu habitación, feliz por tener una puerta exclusiva para ti solito e intentas cerrarla, pero al coger el pomo descubres que en realidad la puerta no es puerta, sino un dibujo en la pared.
Te resignas y entras, tienes ganas de darte una ducha para olvidar el pésimo día. Te desnudas y te metes en la bañera. Sales de un salto porque descubres que el agua no es agua sino un líquido marrón oscuro con muchos tropezones (dicho a lo fino: mierda): deben de haberse confundido en la instalación “fontanérica” (sí, sí: si es instalación eléctrica, de electricidad, pues la instalación de la fontanería es: instalación “fontanérica”, ¿a que tiene lógica?).
Vuelves a vestirte, aliviado porque la diarrea no te llegó a tocar y vas a tu cama, que descubres que es de paja y en la que algo parecido a una rata ha hecho su madriguera. Decides que no vas a molestarla por el hecho de que alrededor de su boca tiene una espuma blanca que te dijeron de pequeño que era muy peligrosa.
Como no consigues conciliar el sueño en el rinconcito que te ha dejado la rata, pues resulta ser la que ha pagado por la habitación antes, decides marcharte; son las tres de la mañana.
Y ahora, a las tres de nuevo en la calle, no sabes a donde ir: el hotel se ha quedado con tus tres últimos euros, que en realidad te los habías encontrado fortuitamente en el bolsillo de la chaqueta de aquel niño que estaba jugando en el parque.
Caminas y caminas sin rumbo, ¡oh que idea más romántica de la vida! Hasta sin saber porqué acabas a mitad de camino del pueblo donde ahora vive la tacaña de tu madre que no se murió a tiempo de dejarte una buena herencia y se la gastó todita ella (porque tu padre era rico).
Te giras porque una camioneta que hace un ruido muy raro te pita desesperadamente para que te apartes de su camino, cortésmente un viejo con un solo diente se asoma por la ventanilla y te mira: “¡Hijo! ¿Ibas al pueblo?” te pregunta con su cara de chiflado. Tú te encoges de hombros y él te invita a subir a su camioneta, pero como lleva a su querido perro en el asiento del acompañante, te pide que te subas a la cajonera que tiene detrás en la que descubres que tiene un montón de jaulas de madera llenas de gallinas con mirada loca y que posiblemente te piquen en todo el trayecto hacia el pueblo…

Capítulo 9. ¿Qué hacer si te equivocas de pueblo?

Como te pareció al principio, las gallinas te picaron todo el camino, lo que te hizo desear estar en otro lugar. Cuando al fin lo consigues, es decir, cuando después de horas oliendo a gallina y sufriendo sus picotazos logras bajar del camión, ves que te ha dejado en un pueblo distinto al de tu madre. No es que la hayas visitado tan a menudo como para saber con exactitud cómo es su pueblo (de hecho sólo la visitaste una vez para ver si conseguías hacer que entrara en razón y recuperara la casa aunque ya estaba vendida), pero sí estás seguro de que éste no lo es. El pueblo que tienes ante ti es demasiado grande (en el cartel, donde no se ve el nombre del pueblo porque algún gracioso lo ha tachado, pone que hay 50 habitantes y en el de tu madre sólo eran 20 y no es posible que hayan nacido 30 desde entonces). Además las casas son blancas como si les hubiera llovido pintura el día anterior y en el pueblo de tu madre hay de todo menos limpieza y pintura. Te giras para contárselo al del camión y pedirle que te lleve al pueblo de tu madre, pero mientras tú mirabas embobado que este no es el pueblo al que vas el camión se fue con viento fresco, manchándote encima la ropa (si es que a estas alturas se le puede seguir llamando ropa).
Entonces maldices tu suerte y entras en el pueblo pensando que las cosas no pueden ir peor.
Pero sí que pueden. Después de media hora deambulando por todo el pueblo (yendo de una punta a otra) no te has topado con nadie. Una persona normal pensaría que es normal, porque todavía no ha amanecido y a esas horas deben de estar durmiendo. Pero tú no eres una persona normal y no se te ocurre otra cosa que acercarte a una casa (con más pintura que las demás) y llamas a la puerta una, dos, tres veces. Esperas y oyes un extraño ruido en el interior, como de un golpe muy fuerte, y te abren la puerta. Quien lo hace es un señor con un pijama con dibujos de vaquitas, barba de tres días y su pelo demuestra que se acaba de levantar. Le cuentas tu historia de por qué estás ahí empezando por el momento en que viste que tenías que comprar el pan y sin omitir el episodio que te produce náuseas sobre la chica que no te quiere. De hecho vomitas después de contarlo, con tan mala pata que parte de tu vómito va a parar a los pies del hombre. Él llama a gritos a alguien y piensas que te van a pegar una paliza, pero sólo aparece una mujer entrada en carnes (se nota que sólo come carne), te mira, mira tu vómito y se va para volver con una fregona. Cuando acabas de contar tu historia te fijas en que el agua del cubo de la fregona es marrón, por lo que ensucia más que limpia, pero tú no dices nada (no por buena educación, sino para evitar volver a vomitar por los vapores que suben de lo que sea que haya en ese cubo). Entonces el hombre te habla y tú piensas que va a despertar a todo el pueblo con el vozarrón que tiene. Te enteras de que es el alcalde del pueblo y te dice que va a llamar al primo del hermano del cuñado de su mujer (que es el único del pueblo que tiene coche) para que te lleve al pueblo de tu madre y dejes de enturbiar su tranquilidad y su descanso (tú, que no puedes apartar la mirada del agua cada vez más turbia del cubo, que la señora se ha dejado olvidado ahí y que parece que tiene algo vivo dentro, le das las gracias con una voz inaudible). Te preguntas cómo va a llamar al tío ese (para abreviar, ya que no te enteraste de la genealogía que dijo) y pronto lo descubres. No sabes exactamente qué es lo que dice el alcalde porque al primer grito te deja sordo, pero un rato después llega un tío con peor pinta que tu querido amigo que te alejó de la que querías que fuera tu novia y te saluda. Tardas media hora en poder decirle algo, porque parece que no hace otra cosa que hablar, pero al final eres capaz de decirle dónde vive tu madre. Le acompañas a su coche (él sigue hablando sin parar) y cuando lo ves estás a punto de volver a vomitar. El coche debe ser el primero que se hizo después de los coches de caballos, porque a ti que te gustan los coches (aunque con tu sueldo de mierda no puedas pagar ninguno) no te suena que esa "cosa" tenga un nombre relacionado con los coches. Haces de tripas corazón y te subes al coche, aprovechando que el tío ha hecho una pausa para respirar le repites el nombre del pueblo, pese a que no crees que vayas a poder llegar con vida. Sorprendido ves que arranca y que no parece que vaya a romperse, así que te relajas pese al extraño olor a gasolina y el ruido del motor que, pese a ser muy estruendoso, no ahoga la voz del conductor que te está hablando sobre su vida y toda la vida de todos los del pueblo desde que se fundó en la prehistoria. Al fin, después de horas y horas en ese coche pensando que las tortugas andan más deprisa (de hecho pensaste en apearte pero te dio pereza porque ya te habías movido mucho hoy) el coche se para. Piensas que va a estallar, que era imposible que siguiera funcionando, pero el tío te dice que ya habéis llegado. Sales del coche y tardas otra media hora en despedirte porque quiere terminar de contarte su historia, pero por fin se marcha y puedes ver el pueblo, cuyo aspecto es deprimente. Y encima ves un cartel que pone que sólo has andado 10 kilómetros desde el pueblo anterior, pese a que tardaste al menos 5 horas. Pero estás aquí y eso es lo que importa.

Capítulo 10. ¿Cómo conseguir un compañero de cuarto más limpio que tú?

Te sacudiste el pantalón a la altura de las rodillas como gesto de triunfo: habías llegado al pueblo de tu amada madre. En ese momento la inspiración divina llegó hasta ti – antes habías estado fuera de cobertura para ella – y te recordó que aún tenías un trabajo al que asistir ese día.
Maldijiste no haberte acordado pero que le ibas a hacer, no tenías casa así que…
Antes de darle la grata sorpresa a tu madre (la del hijo que vuelve al regazo de su madre) decides ir al único lugar donde hay teléfono: el bar del pueblo. Descubres que aún está cerrado, así que decides esperar sentado delante de la puerta de dicha taberna.
Realmente no tienes muchas ganas de verle la geta de vieja a tu madre, porque desde que está en el pueblo no se digna a retocar su rostro ni siquiera a hidratarlo… ¡Con lo importante que es! De hecho empiezas a notar tu propia piel incómoda ya que te está pidiendo su ración de crema hidratante y hipermegarrevitalizante que te hechas todas las mañanas.
Te rascas y te miras las uñas con horror: hay escamas de piel, de tu propia cara, debajo de ellas. Maldices el hecho de que algún gilipollas jodiera el bloque donde estaba tu piso, ¿Acaso no podía haberlo hecho en el bloque de al lado!
Después de una hora allí sentado, observando como una mala hierba crecía a tu lado de forma alarmantemente rápida (en realidad no es que su crecimiento fuera anormalmente rápido, es que te aburrías tanto que hasta lo percibías).
¡Por fin llega el ¿dueño? del bar; te das cuenta por sus pintas de que si ese tipo puede llevar un bar… hasta un mono puede. Claro que piensas que es de un pueblo lo que le quita mérito al asunto, sin decir nada entras detrás de él y te diriges a la cabina.
(Ya sé que todo el mundo hoy en día tiene móvil… ¡Incluso mi gato! Pero cuando uno se intenta suicidar pues no suele llevar el teléfono encima y claro, después los bomberos no fueron comprensivos y no te dejaron volver a subir a buscarlo).
Te asombras de que dicha cabina llame gratuitamente: es decir, no tienes que meter ninguna clase de cosa circular metálica a la que suelen llamar dinero. Es algo absurdo, incluso inaudito, pero te sabes de memoria el número de tu empresa. Llamas. Comunica. Llamas. Comunica… A la tercera vez te lo coge tu querido compañero de mesa que piensas que debe de haber recibido muchos golpes en la cabeza, como Homer Simpson. Incluso deseas que te dejen ponerte con el Friki-gótico que sólo utiliza el ordenador para cosas que no entiende ni él y que siempre lleva el pelo… indescriptible al fin y al cabo.
Tu compañero toma nota y te dice, muy “i”lógicamente, que te echará de menos ese día, y los demás que tengas que faltar, pero que él hará horas extras para suplir tu trabajo. No le dices nada más, sólo cuelgas. Y con un saludo al hombre detrás de la barra te largas con viento fresco.
Próximo destino: la casa de tu madre.
Llegas ante su puerta, que es increíble que aún se mantenga en pie, tocas con cuidado extremo: no vaya ser que se rompa y tú madre te haga pagarla… Abre una señora, que no es tu madre y que te mira… te quedas extrañado porque no la conoces. La mujer te mira fijamente y luego gira la cabeza: “¡Cariño – grita – tu hijo ha venido!”
… ¿Cariño?… Acabas por entrar y sentarte incómodamente en el sofá. Tu querida mamá se sienta al lado de la otra señora y hacen manitas. Te sientes increíblemente raro cuando tu madre te cuenta que ha descubierto su parte “femenina” y que ahora es lesbiana.
No quieres enfadarla, así que no le dices que eso tal vez es debido a que la medicación contra la locura que le recetó el médico es insuficiente para ella, puesto que siempre se había puesto cachonda con sólo oír la palabra hombre, varonil… o sinónimos.
Después de soportar cosas raras y bastante subidas de tono, le explicas a tu madre tu situación. En vez de decirte nada gritando, como es su costumbre; te dice sonriente: “No pasa nada, puedes quedarte; luego te enseñaré tu habitación”
… habitación… ¿habitación?… Te quedas pasmado cuando tu madre te enseña tu “maravilloso” aposento… miras el lado positivo, tu compañero de cuarto es más limpio y ordenado que tú.
Dejas la ropa que te ha prestado tu madre para que te cambies en un rincón de la pocilga y miras al cerdo con que debes compartir el corral… te das cuenta que no es cerdo, sino cerda… y que está en época de celo (si es que los cerdos la tienen)…


~·~ Fin ~·~

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